La comunidad no son tus amigxs ni quienes gestan los espacios solamente
Repensando el poder, el conflicto y la responsabilidad dentro de nuestras propias comunidades.

En los últimos años, hemos escuchado y repetido la palabra “comunidad” como si con nombrarla bastara para construirla. Se ha convertido en comodín para discursos institucionales, excusa para protagonismos personales, escudo para evitar críticas, y —muy a menudo— un sinónimo cómodo para decir “mis panas” o “quien me cae bien”.
Pero hay que decirlo claro:
la comunidad no son tus amigxs,
ni se limita a quienes gestan los espacios que te gustan,
ni se reduce a quien comparte tus ideas o tu estética.
Decir que somos “comunidad” sin practicar procesos comunitarios reales —de rendición de cuentas, acceso, cuidado mutuo, inclusión de las voces marginalizadas, y conflicto transformador— es vacío. A veces, es incluso violencia.
Lo personal es político, pero no todo lo político se resuelve en lo personal
Muchas personas —especialmente en el ámbito del arte, del activismo y de las escenas queer— han confundido las relaciones personales con la organización política. Si me cae bien, le invito. Si me cae mal, le excluyo. Si me critica, digo que quiere dañar el trabajo. ¿Y entonces? ¿Quién se queda fuera? ¿Quién nunca entra? ¿Quién está sobreviviendo sin ser viste porque no forma parte del círculo?
La comunidad no puede estar mediada solamente por afinidades afectivas.
Eso produce una falsa horizontalidad donde el acceso depende de la simpatía, no de las necesidades reales.
Eso excluye, por ejemplo, a las personas trans sin casa, a migrantes sin papeles, a personas negras no académicas, a trabajadoras sexuales, a quien no tiene redes digitales, a quien no tiene capital simbólico o carisma social.
Gestar espacios no te hace dueñe de la comunidad
Yo sé lo que es organizar desde cero, sin recursos, con el corazón roto, con el cuerpo cansado. Las Quemas, los balls, las campañas políticas queer, las redes de cuidado… todo eso requiere un esfuerzo profundo, colectivo. Pero hay que tener cuidado con creerse dueñe de los espacios que ayudamos a fundar.
Organizar no nos da poder absoluto.
Gestionar no es sinónimo de controlar.
Crear no es licencia para silenciar.
He visto cómo en Puerto Rico y también en espacios de la diáspora, hay personas que, por tener una trayectoria, se blindan ante la crítica. Se niegan a recibir retroalimentación aunque venga desde el amor colectivo, aunque nazca del deseo de mejorar, de sostener, de cuidar. Se protege más a la marca que al tejido.
Eso es profundamente peligroso. Porque si no sabemos reconocer que el poder también se reproduce en nuestras escenas —aunque digamos que son “alternativas”, “autónomas” o “radicales”— estamos repitiendo la misma lógica de exclusión que tanto decimos combatir.
Sin madurez emocional, no hay comunidad
Y es aquí donde quiero detenerme más.
Cuando gestamos sin madurez emocional, sin diálogo desde el entendimiento, sin herramientas para el manejo de conflictos, estamos condenando nuestros espacios al colapso.
Ignorar las denuncias de abuso sexual, de racismo, de violencia institucional, de maltrato emocional o de negligencia organizativa, solo porque la persona señalada es “mi pana” o “alguien que hace mucho por la comunidad” no es ético. Es peligroso.
No responder emails importantes, no tener las conversaciones incómodas, evitar los conflictos necesarios, o acusar a quien señala fallas de estar “tirando la mala” o “sembrando cizaña” cuando lo que busca es sanar el espacio, no es construir comunidad. Es proteger privilegios.
Y muchas veces, la crítica viene desde el deseo de sostener:
Desde el hambre literal (porque no hay comida),
Desde el cansancio de no tener hogar,
Desde el deseo profundo de que el arte y la organización sirvan a todes, no solo a les visibles.
Entonces, ¿cómo pretendemos hablar de comunidad si no respondemos a esas urgencias? ¿Si no escuchamos a quienes más necesitan ser escuchades? ¿Si no transformamos la forma en que nos relacionamos y nos organizamos?
¿Para quién y con quién estamos construyendo?
La pregunta que más me duele, pero que más me mueve es esta:
¿Para quién estamos construyendo estos espacios?
¿Y quién está siendo sistemáticamente excluide de ellos?
Si nuestros espacios no tienen mecanismos claros de participación, si no abren las decisiones a más de una voz, si dependen de una figura o de una sola estética, si no permiten que les demás hagan preguntas, cuestionen, propongan… entonces no son comunitarios. Son autoritarios, aunque usen lenguaje bonito.
Y esa falsa “comunidad” se desmorona cuando la realidad toca la puerta.
Desde Puerto Rico a la diáspora: esto no es nuevo
Como activista, DJ, organizadora cultural, gestora de espacios ballroom y fundadore de organizaciones como Stop LGBTA+ Fobia, he vivido esto tanto en el archipielago como en la diáspora. He visto cómo se cancelan mutuamente las personas por conflictos personales sin espacio para reparación. He visto cómo se protege a agresores mientras se señala a quien nombra el daño. He visto cómo los fondos, los micrófonos y las invitaciones se quedan entre los mismos nombres de siempre, mientras la comunidad más afectada —sin casa, sin comida, sin papeles, sin tregua— queda afuera y sin ayudas realmente tangibles.
Y por eso escribo esto. No desde la amargura, sino desde el deseo radical de algo distinto.
La comunidad no es un refugio de amigxs. Es un pacto de justicia.
Tenemos que dejar de romantizar la comunidad como si fuera una fiesta o una red de afinidades.
La comunidad es un pacto. Es un acuerdo ético. Es una práctica.
Una práctica incómoda, pero liberadora.
Una práctica dolorosa, pero profundamente necesaria.
Porque sin comunidad, no hay vida. Pero sin verdad, sin responsabilidad, sin escucha, lo que estamos llamando comunidad es solo una ilusión.
Y nuestras vidas valen demasiado como para vivir en ilusiones.
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